El Día Internacional de la Ciudad Educadora nos invita a la reflexión, que puede orientarse hacia objetivos bien diversos presentes en su Carta. La reflexión que sigue busca hacer explícita la vinculación profunda, quizás poco visible en una primera lectura de la Carta, entre la idea de Ciudad Educadora y la calidad del gobierno democrático de las ciudades.
Muchos gobernantes locales se esfuerzan sinceramente para alcanzar lo que ahora llamamos «gobernanza» de cualidad en su ciudad. Gobernanza es un neologismo de moda, que suele interpretarse sencillamente como sinónimo eufemístico de gobierno, o en todo caso de buen gobierno. De hecho, es algo más: es un nuevo paradigma o modelo de ejercicio del poder que sustituye antiguas formas jerárquicas- o ‘que mande el que está en la cúpula de toda la estructura institucional’-, incluso si estaban democráticamente legitimadas; y menos antiguas, pero ahora igualmente insatisfactorias, las formas tecnocráticas- o ‘que mande el experto/a’-. El nuevo paradigma de la gobernanza, en su mejor sentido, pretende ‘que mande quien sepa ejercer una legitimidad compartida’, que es la que combina la indispensable representación derivada del voto popular con una interacción con la mayor variedad posible de instancias sociales de la ciudad. Gobernanza sería, por tanto, co-gobierno o corresponsabilidad en el gobierno. ¿De quién? De los líderes votados, por supuesto y sobre todo, pero también de los votantes comprometidos, corresponsables, participativos.
Pues bien: el último principio, el vigésimo, de la Carta de Ciudades Educadoras que, más que cerrarla, la culmina o completa, habla de los valores democráticos en unos términos que orientan e incluso predisponen a la gobernanza: “La ciudad educadora tiene que ofrecer a todos sus habitantes, como objetivo cada vez más necesario para la comunidad, formación en valores y prácticas de ciudadanía democrática: el respeto, la tolerancia, la participación, la responsabilidad y el interés por la cosa pública, por sus programas, sus bienes y sus servicios”. Si a este principio le adjudicamos esta condición de “culminador” de la Carta, es porque puede considerarse que resume óptimamente el espíritu del conjunto. Y este espíritu tiene un nombre: democracia, es decir, forma de gobierno regida, entre otros, por los grandes principios de libertad, de igualdad y de participación en la cosa pública. Comprobamos, sin embargo, que este sistema – como toda obra humana – puede tener grados diferentes de salud o de fortaleza y que, desgraciadamente, nuestras sociedades dan señales de debilidad democrática importantes, que no hace falta detallar por demasiado conocidas. ¿En qué consiste uno de los secretos de la buena salud democrática? Precisamente en lo que propone el artículo mencionado: en la formación en determinados valores y también en las prácticas de ciudadanía democrática y- es preciso no olvidarlo- en el interés por la cosa pública: diríamos que es un combinado complejo de componentes éticos y de disposiciones políticas participativas. El hecho de que una ciudad cuente con una ciudadanía formada en esos valores y dispuesta en ese sentidos nos permitiría decir que favorece una gobernanza democrática: y eso, ¿por qué? Pues porque ya hace muchos siglos que el gran poeta griego Simónides escribió “la ciudad educa a los hombres”, expresión muy clara de la relación entre la ciudad, la educación de sus habitantes y, por encima de todo, la democracia; y desde entonces nos importa lo implícito de esta idea: la ciudad los educa para obtener un retorno en forma de compromiso para hacer la mejor versión, la democrática, de ella misma como unidad plural de convivencia. La ciudad, con toda su potencia educadora activada, tanto desde dentro como desde al lado como desde lejos de la escuela propiamente dicha, estimula ciudadanos de todo tipo, edad y condición, que se reconocen “educados” individual y colectivamente. Individualmente por disfrutar de un despliegue vital hecho de libertad y plenitud personal; y colectivamente, por ser corresponsables de un proyecto conjunto rico de valores sociales, culturales, laborales, ambientales, etc., todos los que la Carta señala como objetivos de una ciudad educadora. Y, si la educación es transmisión de valores, la ciudad plena de valores, comenzando por el básico de la democracia, obtendrá el óptimo clima de una democracia educada, es decir, libre y responsable, crítica y respetuosa, pluralista y convivencial, que es justamente lo que nuestros gobernantes democráticos reclaman a menudo: “ciudadanos, no nos dejéis solos, implicaos, comprometeos, construyamos juntos la mejor democracia”; y lo quieren porque sólo es auténtica gorbernanza la hecha de múltiples implicaciones en el proyecto de autogobierno colectivo.