La ciudad educadora se ha consolidado. Lo que en los años 90 parecía una idea innovadora, que hacía falta divulgar, explicar y justificar, es ahora una idea tan ampliamente compartida que parece fruto del sentido común, aquel sentido al que atribuimos todo lo que consideramos difícilmente cuestionable. Por eso ahora es el momento de ir más allá, de profundizar en las prácticas educativas cotidianas que pasan en nuestros barrios, de poner atención en aquellos espacios cotidianos en los que se desarrolla esta educación pero, sobre todo, de identificar los ámbitos que la ciudad parece haber descuidado en su función educadora. El impulso a la educación no se ha producido de forma equilibrada en toda la ciudad y, en paralelo al creciente interés para dotar de estímulos y experiencias de valor educativo la vida de los niños y jóvenes, se producen dinámicas de exclusión, a menudo basadas en una cada vez más evidente segregación social y escolar. Es preciso detenerlo. Es necesario revertirlo, Hace falta exigir que la educación (de calidad) esté presente en todos los ámbitos y que lo haga al servicio de la cohesión social: en el ámbito escolar pero también el ocio, en los barrios más acomodados pero también en aquellos que afronten una mayor vulnerabilidad social, para los chicos y hombres, pero también para las chicas y mujeres, durante las primeras edades pero también durante la tercera edad, para los que han nacido en la ciudad pero también para los que se la han hecho suya. La ciudad tiene que garantizar oportunidades vitales y educativas a todos su sus integrantes y lo tiene que hacer de forma responsable y justa, apostando por un determinado modelo de ciudad y, sobre todo con la convicción de ser un espacio de incuestionable valor educativo.